Crónica de una madriza clandestina
Fecha de publicación: 17 julio, 2021


Por Roberto Garza
Con fines periodísticos, llevaba ya un buen rato tratando de infiltrarme en peleas de box clandestinas pero no encontraba cómo hacerlo, hasta hace unas semanas cuando el conductor de un taxi me comentó muy coloquialmente que era boxeador retirado pero que, “por gusto y necesidad”, seguía peleando. “¿Estás retirado y sigues peleando?, ¿cómo?”, le pregunté de bote pronto. El taxista me miró por el retrovisor y dijo: “digamos que ahora peleo en otros circuitos, sabes, en el under.”
Aquellas palabras fueron la clave para soltarle un golpe verbal cargado de empatía: “Mira, ¡qué buena onda!, yo también practico box, pero a nivel amateur.” El taxista me miró de nuevo por el espejo, sonrió con complicidad púgil y nos pusimos a platicar sabroso sobre boxeo.
Lo escuchaba hablar y podía intuir que estaba con la persona indicada, con el Virgilio que me abriría las puertas del Infierno. Y así fue. En un momento de la charla, ya medio entrados en confianza, le pregunté dónde peleaba, si lo hacía en un club deportivo, en un gimnasio, en un parque, dónde, y a qué se refería con “pelear por gusto y necesidad”.
Lo pensó dos veces y al cabo de unos segundos respondió: “Hay unos compas de las barras del futbol que organizan peleas.” (¡Bingo!) “¿En serio?… Me gustaría ir, invítame por favor”, le dije. Semana y media después, el taxista boxeador, a quien me referiré como El toro, me llevó en su auto a un local ubicado en Av. del Imán, en el sur de la Ciudad de México, mismo que sirve como arena de peleas clandestinas de box y donde se apuesta y se bebe en serio.
Obviamente, no cualquiera puede entrar a ese local. La cortina de metal está extendida y sólo hay acceso por la puerta, que permanece cerrada. Al llegar, El toro manda un whats y luego nos dirigimos caminando hacia la entrada. Un tipo abre la rendija de la puerta metálica, nos mira y abre rápido. Saluda a El toro y me ignora por completo. Atravesamos un cuarto vacío y la siguiente puerta nos conduce a un espacio amplio, de unos 150 metros cuadrados, en cuyo centro hay un precario ring montado al nivel del piso.
De la puerta por donde entramos aparece un personaje ataviado con ropa deportiva y cubreboca, a quien me referiré como El puma, un tipo de unos 30 años y 1.80m de alto que es dueño del local y el principal organizador de las peleas, a las que llama “tiros.” El toro lo saluda de puño y me presenta: “Es Roberto, el compa que te platiqué, dice que quiere pelear.”
El puma me mira a los ojos en picada y dice: “¿por qué quieres pelear mi Robert?” Mi respuesta fue inmediata: “tengo necesidad, la pandemia acabó con mi negocio y ahorita cualquier entrada es buena.” El puma soltó una carcajada: “Así estamos todos, pinche virus de mierda.”
Luego de preguntarme sobre mi experiencia en el box, edad, peso y estado de salud general, El puma fue muy claro y directo conmigo: “Por ser tu primera pelea te voy a dar mil quinientos, y ya luego veremos… Aquí seguimos las reglas del boxeo. Se usan guantes y, en tu rango de peso y categoría, que son mayores de 40 (años), pelean 5 rounds de 3 minutos cada uno. Yo soy el referee y hay tres jueces en caso de irse a decisión. Está prohibido tomar fotos o video. De eso nos encargamos nosotros.”
Me pareció hasta cierto punto una oferta justa, dadas las circunstancias. Mil quinientos por quince minutos de madrazos no está tan mal, sobre todo en estos tiempos que golpean más duro que cualquier individuo. Además, puedo apostar a mi favor con la ayuda de El toro y escribir una crónica mamalona como ésta. Cerramos el trato con un apretón de manos y El puma nos acompañó hasta la puerta de metal. Al salir, caí en cuenta de que sólo tenía 5 días para prepararme y además no sabía nada de mi contrincante.
La noche antes de la pelea soñé que era soldado y combatía en una guerra mundial del siglo pasado, ya la primera o la segunda, eso no importa. El caso es que moría en combate. Me veía muerto y ensangrentado, y luego aparecía solo en el enorme baño de vapor de un deportivo al que iba de niño, donde sudaba copiosamente. Me desperté a media noche bañado en sudor.
Vía whats, El puma me citó a las 6pm del pasado sábado 3 de julio en su local. El mensaje decía: “llega 6pm, acá te cambias, avisa por aquí y yo te abro.” Así lo hice. Llegué puntual y El puma me recibió. No sabía a lo que me enfrentaba, pero la verdad esperaba encontrarme con un lugar abarrotado como en película de Jean-Claude Van Damme. Había unas 50 personas en total, en su mayoría hombres jóvenes, y la escena era algo más parecido al Club de la pelea, pero con venta de alcohol y dos escritorios vagamente iluminados para gestionar las apuestas.
La única persona que conocía era El toro, que también iba a pelear esa noche, pero en la co-estelar, como a las 10pm. “¿Quieres una chela?”, me dijo con una bien fría en la mano cuando me acerqué a saludarlo. “Después del tiro, mi toro, con mucho gusto brindamos…. Oye, ¿sabes contra quién peleo?” El toro sonrió: “vas contra otro debutante, viene de Ecatepec, tú tranquilo… ¿quieres apostar?” Le di mi capital: mil quinientos pesos. “Voy a ganar por nocaut.”
Mi pelea era la primera de la jornada y estaba programada a las 7pm. Media hora antes, El puma me llevó a un cuartito del tamaño de un baño donde me cambié de ropa. El toro me vendó las manos y colocó los guantes. Estaba nervioso y empecé a calentar en ese micro espacio, a tratar de mentalizarme, mientras El toro me daba algunos consejos.
A las 6.50pm entró El puma, me señaló con el índice y dijo: “¿Listo mi Robert?… ¡vamos!” Lo seguí hasta el ring y ahí me quedé ante la mirada del respetable, mientras El puma iba por mi contrincante, que resultó ser un flacucho mega tatuado, de unos cuarenta y pocos, y bastante más alto y de brazos más largos que yo.
Calculo que a esa hora había unas 70 personas máximo, algunas de las cuales aplaudieron cuando El puma me presentó como Roberto El metralleta Garza. Intentaba relajarme, pero traía la adrenalina a tope. Sólo quería sacar el chamuco y noquear a quien me pusieran enfrente, para luego tomarme una cerveza con El toro. A mi contrincante, que se le asoma lo vicioso por los ojos, lo presentan como El ruso, aunque tiene toda la pinta de chilango.
Llegó la hora de los madrazos. El puma nos voltea a ver: “¿Listos cabrones?… ¡A pelear!” Los primeros 30 segundos del round fueron de reconocimiento. Lanzo el jab en tres ocasiones, pero no encuentro la distancia correcta. Los brazos de El ruso son largos y no lo alcanzo a conectar. Me saca una cabeza. El ruso responde y me conecta el uno dos. Pega fuerte el flaco. Cierro distancia, lo golpeo duro en el cuerpo y lanzo un upper que le pasa zumbando la quijada. Nos amarramos y El puma interviene. Así se fueron los primeros 3 minutos. Un round parejo, en el que ambos nos conectamos sin hacernos daño.
Al inicio del segundo round volví a cerrar distancia y lo conecté con un gancho de izquierda al estilo al estilo J.C. Chávez que le dolió. Con esa pinta, hay que pegarle en el hígado, pensé. Sin embargo, El ruso se repone pronto y empieza a mantenerme a distancia con el jab largo, que me conecta una y otra vez.
Por más que estiro mis golpes, no logro conectarlo. El ruso aprovecha su alcance y no deja de tirar golpes, como si estuviera en anfetas. Escucho a El toro que me grita: “¡métete, Robert, métete!” Entro con un volado de derecha a la cabeza y lo mando a las cuerdas, pero El ruso gira la cadera y se escapa.
Mi única opción era acortar la distancia, así que entré con todo al intercambio de golpes, pero en el trayecto hacia adelante El ruso me recibió con un gancho ascendente a la mandíbula que literalmente me apagó las luces ¡¡Pum!! Caí de jeta al piso, inconsciente, completamente noqueado. Unos segundos después, regresé lentamente del limbo. Lo primero que se me apareció enfrente fue la cara de El puma que me hablaba, pero no entendía lo que decía. Poco a poco fui regresando hasta que me reincorporé.
El ruso se acercó a abrazarme y decirme que había sido una buena pelea, que lo había golpeado fuerte en el hígado. El puma nos llevó al centro del cuadrilátero y levantó el brazo del ganador. Los que apostaron por El ruso aplaudieron su victoria. Me acababan de noquear gacho y El toro era el único que me animaba. “Venga mi Robert, te invito una cerveza.”
No nos tomamos una sino tres cervezas cada quien. Las peleas continuaron en tándem esa noche y El toro, que ya andaba medio pedo, también perdió, aunque no tan gacho como yo. Con varias chelas encima aguantó los 5 rounds. El puma me pagó lo acordado y salí tablas con lo perdido en la apuesta. Afortunadamente, a los tres días de la madriza ya estaba repuesto, como si nada hubiera pasado y con ganas de ganarme otros mil quinientos “por gusto y necesidad”, como diría El toro.